189. Vida y bicicleta


B. era un niño de buena estatura, contextura ni obesa ni flaca, mirada segura que rendía sus frutos cuando se proponía algo, haciéndolo mucho mejor que todos. Su bicicleta era una cross sencilla talla junior que a medida que pasaban los años le quedaba más pequeña. 

La vida se había convertido en la bicicleta y todas las tardes luego del colegio salía a montar con otros amigos de la cuadra de un barrio, por fortuna, sin lomas. Por allí improvisaban juegos hasta el anochecer, saltando escalones de aceras, ingeniando rampas con tablas apoyadas en un extremo sobre un ladrillo. Frente a las bicicletas, los antiguos juegos y responsabilidades quedaban en una recamara profunda y olvidada dentro de su cerebro. Por eso fue tanta la alegría cuando, motivados en palabra y dinero por un tío, en casa decidieron matricular a B. para clases de bicicross.

Fue con su papá a la clásica pista de la avenida 30. Allí miraron un rato a los chicos que entrenaban y luego fueron a una pequeña oficina. Estaba ubicada en la primera planta de una edificación en forma de torre, que en la parte superior se convertía en una gran tribuna dirigida hacia la pista. Hablaron y volvieron a la semana siguiente con la bicicleta.

Al inicio de la primera clase, entre bicicletas ansiosas que no paraban de dar vueltas a la redonda, el instructor dio la orden a todos de reunirse. A su alrededor se pusieron los chicos en bicicletas de repuestos robustos, llantas con relieves notables y de pinturas intactas. B. se acercó al círculo y se acomodó más afuera del perímetro. Su bicicleta se veía muy pequeña y casi invisible al lado de los brillos y la opulencia de las otras. Avergonzado mantenía la mirada baja pero animado, atento a las instrucciones.

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