116. Edificio Mugares (I parte)

Con las manos dentro los bolsillos del gabán, Sult, un joven de espalda estrecha, ojos saltones y mejillas chupadas, dobla la esquina. Pese a la oscuridad de la calle en que ingresa, la luz plata de la luna evidencia la podredumbre. A las fachadas de las edificaciones de entre cuatro y cinco plantas, les cuelgan capas de pintura, onduladas por la humedad. Franjas oscuras de moho salen de las grietas del cemento y se explayan sobre papeles de vieja publicidad.

A mitad de calle, Sult se detiene frente a un edificio. Mira la placa torcida sobre la entrada que dice “Mugares”. El joven deja subir la mirada hasta parecer que el edificio se tambalea para caer sobre él. Piensa que es cosa de su menuda ebriedad. Temeroso se adelanta para agarrarse de la reja de la entrada, una cuadricula improvisada, conformada por barras torcidas, oxidadas y refuerzos chatos de soldadura. Ayudado de un puntapié la abre. Al cerrarla empuja con el cuerpo y hace vibrar las ventanas del apartamento de ese primer piso.

En la segunda planta, deja de subir las escaleras al escuchar taconazos que vienen de arriba. Espera a que desvanezca todo ruido y continúa hasta la cuarta planta, que es una plancha al aire libre. Al horizonte, en los espacios entre los edificios cercanos, se ven las montañas, llenas de luces titilantes que atraviesan una neblina grisosa. El panorama se cierra además con un tanque cilíndrico para agua, alto y mohoso, ubicado en una esquina de la plancha. Contra la otra esquina está un rancho de muros bajos y tejas de zinc.

Sult ingresa al rancho. Se lanza sobre la cama. Tira las hojas y lapiceros que le tallan la cara. Cuando toca el sueño, suena el agua que despide el tanque para los pisos de abajo.

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