141. Cervantes en la cárcel (III parte)

Yo sabía desde hace mucho que acá no se lee. Nunca, ninguno, de los que entra a esta cárcel lee. Me reprocharé para siempre haber confiado en uno de estos presos, de esta cárcel. 
De verdad, no tenía manera de recuperar el libro por mi cuenta, como dije cuando amenacé con ira al tipo ese. Y menos iba a tener luego maneras de ajusticiar a alguien más, de entre miles, en esta violenta corraleja. 

Entonces cuando el tipo dijo que el libro no existe, me le fui encima, no para golpearlo sino para retenerlo porque se marchaba. Yo quería alguna explicación para confirmar o desacreditar mis viscerales ilusiones de que aún tuviera el libro. 

Mientras me agarraba reteniéndole una pierna, le rogué en voz baja. 

-Explícame por qué no tienes el libro, ¿qué paso? 

Él intentaba zafarse, callado y prudente, para no llamar la atención de los guardas que estaban a espaldas de nosotros, al fondo contra la reja del patio. Aún agarrado de su pierna, tuve una idea para confirmar o eliminar mis ilusiones. 

-Solo lo necesito para transcribir los fragmentos que faltan. ¡Préstamelo!. -le dije mientras él me arrastraba a pasos-. 

El tipo nunca paró de intentar caminar, y primero cedieron con cansancio mis brazos. Cuando pudo soltarse se marchó a paso muy rápido. 

Los días siguientes cuando lo veía en el patio, le repetía mi petición del préstamo. Duré así varias semanas, pero manteniendo la calma, buscando con la recurrencia de mi súplica hacerlo hablar algo. Hasta que una mañana en el patio me hizo sentar a su lado para contarme la verdad. 

Resultó que lo contactaron del patio vecino, los presos encargados de la venta de drogas. Lo querían a él, porque, como lector, podría acercárseme, simpatizar, ganarse mi confianza y conseguirles el libro de Cervantes.

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