142. Cervantes en la cárcel (IV parte)

Según continuó contándome esa mañana en el patio, cuando empezó amenazado a ejecutar su tarea, aún ni imaginaba para qué los del lado de allá necesitaban el libro. A poco, él supo que quisieron el papel de biblia del libro, para enrollar drogas, fumarlas mejor y aprovechar el efecto de polvo viejo y talvez de la ficción.

Tuve pánico de quedarme acá leer a Cervantes. Pero surgió un gran razonamiento desde mi temor. Empecé a calcular cuántas hojas podrían haber gastado si las arrancaban en orden, de adelante hacia atrás, y cada uno les bastaba para seis cigarros más o menos.

Por ilusión supuse que en ese poco más de un mes desmembrando el libro, podrían haber gastado poco más de medio. Así, tal vez, no se habrían aún fumado las páginas de lo único sin copia: los entremeses y autos, más La tía fingida, esa novelita sabrosa como un confite.

Le propuse al tipo recuperarme el libro para llevar a cabo la transcripción. Dijo que no aseguraba nada. Se marchó frunciendo la cara, demostrando el fastidio que le causaba mi ambición.

A la mañana siguiente, me dijo que había posibilidad que me prestaran el libro en el patio, vigilado. Me preparé, mentalmente para escribir ágil. Mientras esperábamos alguna seña, conseguí con el guarda de la biblioteca las hojas precisas para la copia.

Volvió el libro a nuestro patio de manos de un tipo bajito y de cabello pajudo tirado hacia la cara. Se sentó cerca de nosotros. Todos en el patio miraban el libro, seducidos por la fama que su papel tenía ya aquí adentro. Planeaban robármelo. Los murmullos se volvieron intimidantes. Cuando lo abrí, noté que arrancaron las hojas de atrás para adelante.

Me marché entonces sin el final, con muchas hojas en blanco y preparado para escribir.

Comentarios