140. Cervantes en la cárcel (II parte)

Después de hacer las transcripciones de Cervantes, pasaron años sin sacar mi ejemplar de la celda. Cuando yo salía, lo dejaba bien escondido en un hueco de la pared al que la altura de la cama lo tapaba. 
Un día, se acercó para pedirme prestado el libro uno de los presos que menos creía que leyera. Debía creerme. Era alguien de piel morena, alto, de hombros anchos y ojos tan achinados que se le dificultaba abrirlos bien. En ese momento, le conté de las obras que rondaban en copias sueltas. Le dije los títulos y cuáles presos las tenían en ese momento. 

De inmediato, el tipo se negó a las copias. Muy amable me argumentó su pretendido, tener la sensación del libro como objeto, pues a su lectura le daría un efecto más ritualista, más completo. Severo argumento y el tono en que me lo dijo me dejó sin reproches. No sé por qué, sin premeditación, acepté prestárselo. Nos encontráramos al otro día, a esa misma hora. De palabra, convenimos el préstamo durante solo dos semanas. 

Transcurrieron casi tres meses sin regresármelo. Cada día el tipo inventó una excusa diferente. Que lo esperara poco más para terminar el Quijote. Que sin el libro no podía terminar un texto que redactaba. Que tal día era inseguro para llevarlo de la celda al patio. Etcétera. 

Así fue, hasta un día que me descoloqué en ira. Le hablé eufórico. Amenacé con recuperarlo por mi propia cuenta, explicándole que si fui capaz de ingresar el libro a la cárcel sería capaz de recuperarlo dentro de ella como fuera. 

En medio de mi cantaleta, el tipo que siempre se mostró sumiso, me apretó contra la pared, sujetándome del cuello y abriendo mucho los ojos, me dijo: 

–Ese libro ya no existe, deje de rogar. Lárguese.
(Sigue)

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