139. Cervantes en la cárcel (I parte)


Supe que vendrían y me senté a esperarlos con la obra completa de Cervantes en las manos. Se trataba de una edición bella, encuadernada en cuero e impresa en hojas de biblia. Golpetearon la puerta. Les abrí calmado. Con una mano en la chapa y la otra sosteniendo el libro. Extendí los brazos. Con las muñecas juntas para que pusieran las esposas mientras agarraba duro el libro.
Estaba preparado para atacar por si intentaban arrancármelo.

Sabía que la biblioteca en esta cárcel no existe. Albergan en un salón libros de cuentas, apilados en dos estanterías. Ahí afuera hay un letrero que reza BIBLIOTECA. Pero acá nadie lee. Solo se camina de una pared a otra.

En la inserción, el guarda encargado de recolectar los objetos con que llegamos los rehenes se fue comprensivo cuando le expliqué lo necesario de ese libro. Ya sabía cómo hablarle, cuáles argumentos mostrarle, y finalmente comprometerme a colaborarle en “lo que fuera”. Dijo que haría lo posible, que en cuestión de días lo tendría. Pasaron dos semanas, entre reclamos al guarda y planes de alternativas para recuperar el libro. Hasta que llegó a mi celda. No supe quién ni cómo lo ingresó.

Con tiempo a poco, los prisioneros se dieron cuenta de que yo tenía un libro escrito por un famoso prisionero, alguien quien estuvo encerrado muchas veces. Por eso les sedujo conocerlo. Empecé a sacarlo de la celda. Lo prestaba, a algunos, para que leyeran bajo mi supervisión mientras pasábamos la tarde en el patio. 

Al pasar meses, cuando me sentía de ánimos, transcribí algunas obras de libro en hojas y tintas que me rebuscaba. Prefería entonces eso, que prestar el libro. La obra de Cervantes tuvo vida por la cárcel en paupérrimas imitaciones, sucias y desgastada con el paso de mano a mano.

Comentarios