222. La boa del río Medellín

En lo alto del San Miguel el río cuaja su cuenca con las aguas de cuatro quebradas cristalinas que se deslizan, frías, por la vegetación brillante desde montaña arriba. La neblina planea por la superficie dando un aspecto fantasioso. Alrededor el rastrojo, pasto y plantaciones ocultan los animales que empezaron a salir desde la primera presencia del sol.

En una orilla sumergida hay una boa de escamas verdes con brillos dorados y morados. Es tan larga que su cola se pierde de vista al otro lado como un sendero. Es tan gruesa que su ancha cabeza recuerda a un jaguar adulto. Debajo la cabeza su cuerpo se abre en dorsales como una mantarraya. Llegó hace cuatro siglos de la india por el atlántico en el casco de una embarcación. Desde Bocas Cenizas trepó corriente arriba por el Magdalena, Cauca, Nechí, Porce y los cien kilómetros del Medellín.

Desde entonces no abandona el Aburrá. Atraviesa lo deseos de drenar el valle, canalizar el río con cada treintena de afluentes a ambos extremos, construir la troncal del metro y crear modernos malecones con luces anuales psicodélicas. En esta agua superficial navega cautelosa y cuando es vista, mata. Quien sobrevive crea una polémica que dura pocos días. Nadie cree que una especie de otro lodo perviva en la eterna primavera entre iguanas, nutrias, garzas y pelícanos.

Inicia la tarde y la boa va al valle, hambrienta. Río abajo pasa por veredas hasta entrar al casco urbano. El agua se pone oscura y sus escamas imitan el color. Llega al centro del valle, donde los túneles escupen aguas negras. Entre los cambuches de cartón un hombre de cuclillas y de espaldas suelta un bollo al agua. Ella se alza tiesa para aterrorizar desplegando sus dorsales y clavar, asfixiar y jalar el cuerpo al agua.




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