221. El diablo del deprimido de los puentes

Allí yace, tirado, en el pavimento del deprimido debajo de la estación del metro. Es un túnel oscuro en una curva tan cerrada que no se sabe qué hay metros adelante. Se cubre con una sábana para no perder nada del humo que sale de la pipa engrasada.

Mientras un charco ensopado y pestilente burbujea debajo de sus piernas.

Saca la cabeza de la sábana cuando el placer de la calada pasa. Las luces de los carros iluminan en flases cortos y a su lado ve a un hombre parado. Es huesudo, alto y de esmoquin negro con cuello blanco impoluto. La pulcritud del traje le inspira un terror que nunca había sentido antes.

Vuelve la oscuridad.

El efecto desaparece y su cerebro se pone lúcido. Cuando la luz del carro crece lo suficiente ve al hombre del esmoquin indicándole con una mano de dedos amarillos que se acerque. Sus piernas tiemblan y su orín se junta en su pantalón con el charco podrido.

Una nueva luz llega. Mira al lado y ahí está el hombre, que con una mano repite el llamado y con la otra le extiende una papeleta cuadrada llena de un polvo blancuzco.

Decide arrastrarse al extremo contrario del terror. Vuelve la oscuridad total y esa mezcla entre curiosidad y freno le invade el pecho. Espera unos segundos y cuando reacciona está arrastrándose en el lugar donde estuvo parado el hombre del esmoquin, nada en el charco entre cientos de papeletas plásticas llenas del polvo.

Ahora se le atraviesa en la mirada el recuerdo de hace unos años, cuando encontró un paquete, un anzuelo con el que lo buscaron luego para quitarle todo.

Sin tocar una sola papeleta corre afuera del deprimido. Siente que si mira atrás el diablo lo arrastrará a otro círculo del infierno.



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