212. Disfraces

L. acostumbró mandar hacer los disfraces, mientras otras mamás los compraban hechos, alquilaban o prestaban de algún conocido con hijos un poco mayores que los suyos. El precio entre todas estas opciones era similar, pero ese pequeño excedente del disfraz hecho desde cero daba la ventaja sobre los otros niños, de lo auténtico y exclusivo.

Primero escoger el estilo dentro de un repertorio de tendencias del año, luego encontrar la tela indicada para el traje, conseguir la confesionista y con ella sacar las medidas de los cuerpitos en cada una de sus etapas desde los pocos meses de nacidos, tener los detalles finales como cierta pintura de cara, ciertos cucarachitos, cierta peluca. En esto consistía el proceso de esa costumbre que L. tuvo hasta entrados los 13 años de su hija menor.

Los disfraces infantiles más excéntricos fueron de algunos muñecos animados de la televisión. El del pollito Piolín, una gran cabeza y calzones abombados de algodón conectados a unas medias veladas hasta los zapatones-pesuñas. También el de guerrero romano que pegando un zoco de escoba a un casco de juguete forrado en aluminio formó un traje hasta con escudo dibujado.

El mayor hito fue una versión personal de la Fresita. Se hizo de una tela fondo blanco con pequeñas fresas verdes repetidas que dio para una pequeña bata y un gorrito al que pegar crespos rojo brillante. Lo confeccionó una señora de la esquina, que a cada temporada del año comerciaba la mercancía que más demandaba. Cuando tuvieron todo y la hija quedó vestida y maquillada con miles de pecas, quedó como una muñeca de verdad. 

Este, como todos los demás disfraces acabaron dentro de un saco tirado en un polvoriento zarzo. Pero este año una nueva criatura que va a nacer en abril va a usarlo en octubre.



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