198. Kawasaki 100


Era una Kawasaki 100 azul metálico. De esas que en el taque llevaban una calcomanía de franjas horizontales yendo en degrado desde naranja claro hacia rojo fuerte. Tenía la farola redonda y chasis más o menos agachado que le daban corte más aerodinámico y deportivo. Solo con suerte, entre la chatarra de un taller o en un parqueadero de una olvidada ciudad india, se podría volver a ver este viejo modelo. 

De esta moto solo queda una fotografía de finales de los noventa. En ella de frente posa un niño sentado encima y con los pies colgando. Sonríe con las manos sobre los manillares, como en gesto de que conduce en placer henchido. Está parqueada sobre una acera de granito y baldosa rojiza, al estilo tradicional de esta época en un barrio medellinense. El aparato se apoya en el gato de dos patas que la deja estable en vertical y con la llanta trasera suspendida.

Meses luego de que la fotografía fue hecha la moto fue robada. La parquearon unos minutos en la plaza de un parque, mientras a los alrededores se hacía una diligencia bancaría. Un día cualquiera de robos de motos en la ciudad. Un día cualquiera que, al niño de la foto su padre le llegó, con un taco casi físico entre el cuello y el pecho. Se trataba de la sensación impaciente por querer de llorar sin pudor.

Al encuentro de las miradas en los dos, de esfuerzo contenido en el adulto y de cuestión en el niño, las goteras por los ojos al fin aflojaron. Escurrieron hasta que, en el mismo abrazo de todo el tiempo, quedaron silenciosos, los dos, dormidos y derrotados, como caballeros que de sus bestias hacen duelo. Luego pasarán por muchas motos pero ninguna desalojará al cariño por la Kawasaki 100.

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