195. Turbinas

En la conversación llegaron a las murallas que, altas, oscuras y alineadas al perímetro de la urbanización, bloquean el ingreso del rugido de los aviones. Ce le contaba a su visita que ahora dormir después de las cinco a eme era un poco más posible después de que cuando los vuelos comerciales empezaban.

En eso el papá de Ce escuchaba silencioso y de momento desvió la mirada quedando guindado en unos recuerdos de hace más de cuarenta años, cuando la tecnología de las murallas ni se imaginaba y las rejas del aeropuerto eran fáciles de burlar.

Entre los setentas y ochentas el aeropuerto Olaya Herrera era un gran manga con los dos mil quinientos metros de pista apenas lo suficiente pavimentado. Su delimitación a poco se iba haciendo pertinente, a medida que la urbanización de la ciudad se propagaba a este lado del río en el sector Guayabal, y los vecinos llegaban a divertirse a los alrededores del aeropuerto.

Los más jóvenes entonces querían tocar adrenalina. Desafiando las paupérrimas rejas, cuando un avión doblaba y se alineaba a lo largo de la pista y así a los vientos predominantes del valle, el papá de Ce y sus vecinos entraban a gatas por la manga acercándose al chupón de las turbinas.

El decisivo juego consistía en escabullirse de los vigilantes para que no los avistaran mientras se preparaba el avión. Cuando este encendía todos los motores se agarraban a la manga para resistir el aire que atravesaba las turbinas de los gigantes voladores. El que más aferrado estuviera y más perturbado pasara, pero más impoluto se mantuviera ante el sacudón de la propulsión, era el que mayor honor merecía.

A veces quedaban tan aturdidos que no reaccionaban para volver fuera del terreno del aeropuerto, y los vigilantes los atraparan.

Conversar. Recordar.


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