172. El vendedor de papa capira


Como el comercio tradicional se detuvo por el confinamiento en contra del nuevo virus global, entonces se detuvo su venta de ropa por la calle del hueco comercial en el centro de la ciudad. A esta mercancía traída de las regiones costeras del país y al Renault que apenas libraba como inversión, tocó dejarlos quietos empolvándose en el garaje de la casa. Pasaron las dos primeras semanas de quietud total, de un descanso merecido que a poco se volvía descarado y estresante en medida que acababa la poca reserva de dinero.

De una noche en vela, le urgió a D. la idea de salir a vender algo nuevo, algo que fuera imprescindible por estos tiempos de enfermedad. En un lado, estaba la opción de los productos de aseo y esterilización, pero le desanimaba la poca ganancia que podía dejar cada uno, y el estrambótico esfuerzo para poder vender a grandes cantidades. Luego de meditarlo más estuvo convencido de que debía comerciar alimentos, pues este nicho de mercado era infalible de necesario y a cualquiera lo hacía comprador potencial. Hizo llamadas a comerciantes que acumulaba en su lista de contactos y llegó hasta quien le surtiría de papa capira, el tubérculo andino, pardo y más que oportuno en toda dieta.

Hizo los cálculos y decidió venderla, de una vez por pequeños paquetes a diez mil, de modo que fuera más eficiente la ruta de venta y más precisos los cálculos de la rentabilidad. En costales medianos de malla rosa, repartió el cargamento que recibió a las dos y media de la mañana. Los dispuso en la ancha maleta del viejo Renault y con el gran peso, el bómper trasero cercano al suelo y la trompa dirigida al cielo, salió recorrer con mínima velocidad por los barrios periféricos de la gran ciudad.


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