164. Ciudad ahogada (III/III)

Lo primero que cambió cuando abajo entre las calles se nebuló la vista fue cerrar lugares de encuentros al aire libre, pues dejaban a los visitantes ante partículas de diámetro lacerante que con su microfilo podían abrir las membranas de los pulmones de cualquier criatura. Por algunos sitios la ciudad se veía desolada, pero en las troncales de transporte masivo el flujo de los automotores mantenía su intermitencia moviéndose por las venas de pavimento.

Mientras esto, la fauna urbana se embolataba. Aves equivocaban sus vuelos en trayectorias prolongadas hasta agotar y caer al suelo, convalecientes y dispuestas a terminar extirpadas bajo los neumáticos. Otros animales, como Zarigüeyas que caminan por los árboles fuera de las residencias, también enloquecían y confundidas terminaba dentro, a disposición del celo y pavor humano con su espacio interior cuadrado.

Pero las gentes continuaban andando, nada paraba todavía. Cruzaban a tientas por las cebras peatonales, unos sufriendo picazón cutánea y otros irritación de ojos. A los días empezó a vérseles más cubiertos, con tapabocas, lentes tan anchos como el rostro,  mangas largas en pies, manos y cubiertos la cabeza. Lo presencial de lo cívico, a poco iba cambiando los gestos tradicionales que quedaban después del abandono mental dentro de aparatos electrónicos y antes del miedo al contagio de enfermedades.

El material particulado de contaminación sobreflotaba e iba encontrando las entrañas más escondidas de la vida gaseosa. Los órganos de todas las formas de vida se contaminaban del esfuerzo industrial y transito humano exagerado de la modernidad urbana y global. A poco estas ciudades van a ir caducando, teniendo su gobiernos que trasladarlas a territorios amenos, donde no se hundan o donde por lo menos regulen la limpieza de su aire. Aunque antes de ser trasladarlas, su funcionamiento tradicional estará detenido, viviéndose por temporadas solo en ordenadores.



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