167. Lo que miran las aves

La ciudad estaba desierta. Ahora por las calles caminan animales que bajan de los montes donde acaba el casco urbano, extendido desde el centro del valle. Cientos de animales se afincan en la ciudad, a veces solos por cautela, otras veces en pequeñas manadas. Perros lobos bajan con sus crías. Caminan por medio de las calles con toda tranquilidad. Las zarigüeyas muestran sus habilidades de circo andando por los cableados de los postes.

Los pericos y loros de las mañanas inician sus cantos muy temprano en la madrugada. Las guacamayas que avisan el crepúsculo planean bajo el sol de medio día y por los espacios aéreos de los aviones. Los currucutús suenan desde la tarde, manteniéndose toda la noche y acabando exhaustos y felices en la mañana. Principalmente las aves, extienden sus horarios de cantos y las jornadas de trabajos. Ya no tienen límites. Durante todo el día labran sus nidos y decoran el aire con sonidos.

Pero, ante la presencia de algunos humanos encuadrados dentro de ventanas, estas detienen unos segundos sus actividades. Se quedan quietas sobre las ramas de altura mediana, enfocando las rejas que blindan los hogares humanos. Divisan al fondo, entre barra y barra, la dinámica de los cuerpos erguidos sobre dos patas. Ven que caminan, de un extremo a otro del interior cuadrado de esos nidos de concreto, cubiertos por arriba y por los lados con estructuras de gran calibre.

Las aves perciben que allí dentro, por momentos, el cuerpo erguido se detiene a mirarlos con ojos incautos, ojos de un brillo que testimonia el hostigamiento provocado por el encierro. Intuyen el interés con el que le miran los encerrados, pero poco saben del símbolo de libertad que emanan, por segundos, ante el prisionero del sólido nido.

Los animales continúan sus actividades con instinto impoluto.

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