165. Ventanal adentro

Doña N. despega sus párpados cuando los pájaros inician su canto. La ciudad hace semanas tiene a las gentes en casa, aglutinados para restar velocidad al contagio masivo de una gripe. Así, los pájaros se escuchan desde más temprano por la falta automotores que debieran haber empezado desde las tres a eme. 

Despega parpados al alba e inicia su vida recluía. El primer y escaso pensamiento que la aborda es la disposición de los víveres entre ella y su hijo, entre comidas de apariencia completas, pero necesariamente mermadas buscando extenderlas lo máximo posible sobre un tiempo incierto y continuo, que muestra vertiginosa la canasta de mercado. 

Se levanta entonces tratando de postergar la primera entrada a la cocina. La mañana la pasa entre la cocina y una sala con ventanal de cortinas abiertas en par. Y hoy, cuando el dinero en efectivo encamina hacia su inevitable fondo seco, llega un tipo a la ventana. 

Se trata de un hombre moreno, de manos ocupadas, morral y gorra plana. Además, entre el labio inferior y la manzana del cuello, un tapabocas le oprime la piel. 

-Buenas tardes -dice. 

-¿Cómo le va? -agrega enérgica N. 

-Señora, escúcheme. No le vengo a contar una historia triste. El contexto usted lo debe saber de sobra. No se lo voy a repetir. 

Sin dejar de hablar el hombre estiró el brazo y dejó colgar una chaqueta. Sujetándola no más del cuello giró la muñeca hasta dejar ver un letrero en la espalda, rezando “seguridad privada”. 

-Vea mi uniforme -hablaba mientras-. Tengo que llevar comida, también una paca de pañales… Por si me puede colaborar. 

-Me puede comprar una boleta -continúa diciendo después de un segundo de pausa y sacando un talonario grueso y oscurecido. 

-Espere le doy mil pesitos -dice dona N. alejándose del ventanal adentro.



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