163. Ciudad ahogada (II/III)

El paisaje norte, del sur americano, toma relieve a partir de la trifurcación de la cordillera de los Andes. En la rama central está el Valle de Aburrá, territorio en el que alineadas en sentido norte sur mutan varias ciudades. De ancho, lo encunetan dos montañas guardianas que paralelas, establecen un intervalo por el que el sol indica la progresión del día y la luna, la de la noche.

El año lleva poco más de un mes y sobre ambas montañas de guardia, se forma un nubarrón que estructura una megaciudad de un solo techo. Es un techo tan condensado que impide al valle despedir las partículas de químicos orgánicos, polvo, metales y hollín.

Un río lodoso atraviesa de sur a norte por el centro del valle. Sus afluentes pasan por canaletas más hondas, bordeadas en jardines de vegetación oscura. Ahí abajo árboles viejos están acompañados al pie por plantas de hojas gigantes. En conjunto mimetizan un pedazo de jungla ahí adentro. Estas canalizaciones son precarias venas de vida de la urbe aunque a poco se rinden ante la suciedad que se eleva del suelo.

Al largo este río dorsal tiene industrias a carbón de hasta cuatro chimeneas. Todas le oscurecen el agua con sus desechos y al cielo lo hacen tan nebuloso que mirar metros delante pareciera el punto final de una tierra plana.

Las grandes avenidas por el valle van paralelas al río y transversales a las calles, expansivas hacia arriba por las lomas de ambas montañas. Estas venas de pavimento mantienen atestadas, llevan automotores sin intermitencia ni velocidad, reptando como serpientes y muriendo del humo. Trepan en las laderas formando una rejilla integrada de bloques naranjas, son casas que se acercan a la cima, para regarse encima de las montañas guardianas, abandonando al aire del Valle Aburrá.

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