El paisaje norte, del sur americano, toma relieve a
partir de la trifurcación de la cordillera de los Andes. En la rama central
está el Valle de Aburrá, territorio en el que alineadas en sentido norte sur mutan
varias ciudades. De ancho, lo encunetan dos montañas guardianas que paralelas,
establecen un intervalo por el que el sol indica la progresión del día y la
luna, la de la noche.
El año lleva poco más de un mes y sobre ambas
montañas de guardia, se forma un nubarrón que estructura una megaciudad de un
solo techo. Es un techo tan condensado que impide al valle despedir las
partículas de químicos orgánicos, polvo, metales y hollín.
Un río lodoso atraviesa de sur a norte por el
centro del valle. Sus afluentes pasan por canaletas más hondas, bordeadas en
jardines de vegetación oscura. Ahí abajo árboles viejos están acompañados al
pie por plantas de hojas gigantes. En conjunto mimetizan un pedazo de jungla
ahí adentro. Estas canalizaciones son precarias venas de vida de la urbe aunque
a poco se rinden ante la suciedad que se eleva del suelo.
Al largo este río dorsal tiene industrias a carbón
de hasta cuatro chimeneas. Todas le oscurecen el agua con sus desechos y al
cielo lo hacen tan nebuloso que mirar metros delante pareciera el punto final
de una tierra plana.
Las grandes avenidas por el valle van paralelas al
río y transversales a las calles, expansivas hacia arriba por las lomas de
ambas montañas. Estas venas de pavimento mantienen atestadas, llevan
automotores sin intermitencia ni velocidad, reptando como serpientes y muriendo
del humo. Trepan en las laderas formando una rejilla integrada de bloques
naranjas, son casas que se acercan a la cima, para regarse encima de las
montañas guardianas, abandonando al aire del Valle Aburrá.
Comentarios
Publicar un comentario