161. Gallinazos con plumas

Mucho había parado la ciudad durante una semana. El cielo descubría de la noche, con un firmamento sin más empaño que la silueta oscura de aves grandes atravesando. Las calles estaban escasas de automotores y el sol atravesaba sus rayos entre los árboles hacia puntos del pavimento que en escasa ocasión podían verse. La luz mandarina en el pavimento llenaba triángulos hechos con los espacios de las bifurcaciones de las ramas de los árboles, esparciéndose diagonal hacia arriba y afuera.


A la punta de un triángulo, un gallinazo terminaba de picar la carne de un hueso arrancado de una costilla dominada desde el amanecer por el carroñero más pequeño de la manada. A cada movimiento de batalla la textura de las cabezas y patas cambiaban de blancas a oscuras y los plumajes negros desprendían brillos azul rey. La lucha iba de cargazos de pecho contra pecho, mientras el pico del invasor se concentraba en descuartizar la presa. A cada golpe acertado despedían pedazos a merced de otros gallinazos expectantes alrededor.



De momento estaba la manada por la calle esparcida, y el de la costilla a un lado sobre la acerca. Por allí pasó un señor agarrado a cinco perros. El gallinazo se elevó en parábola a las ramas de los árboles en los antejardines de las casas. Los perros trataron de ir a la presa y el amo los retuvo con esmerado jalón. Segundos después pasó una patrulla de policía y los gallinazos sobre la calle montaron un segundo a las aceras. La patrulla de ventanilla blindada, a medio cerrar dejaba ver entre la gorra y el tapabocas un cuarto del rostro del patrullero. En la esquina por la que desapareció, estaban otras manadas buscando entre las basuras donde salió la costilla. 



Nadie va por basuras. Está parada la ciudad.


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