159. Marrano de metal

Estaba fuera y no dentro de una alcoba encerrado en un closet o debajo de una cama engordando de monedas sin que lo sacaran a pasear. Mientras yo desayunaba, apareció sobre el comedor. El marrano plateado caminaba buscando migas con el hocico. Cuando iba a meter la trompa en mi plato, lo miré fijamente. Se detuvo y se tiró de la mesa. Pensé que iba a ir a torear al perro, pero fue a la cocina. Se comió la parva y las frutas que había sobre el pollo. Un minuto después, saltaba ágil entre los muebles de la casa, buscando más comida y lamiendo hasta la última migaja olvidada. 

Tenía tantas energías que lo mejor era sacarlo a correr. Le puse la cuerda del perro. Le quedó un poco floja pero así no lo dejaba al peligro de los carros. En la calle su brillo llamaba la atención desde lejos. En las aceras y los vehículos, la gente se quedaba mirando. Él husmeaba todo en el suelo. De vez en tanto levantaba la mirada, con los ojos desorbitados a un lado y a otro. Quienes pasaban de cerca paraban a acariciarle el metal del lomo. Le daban algo de comida para tenerlo quieto y frotarlo más. 

Cada vez jalaba más duro. En eso noté que la cuerda del perro le quedaba muy apretada. Crecía rápido el metal en bulto que era el marrano. Ya no lo controlaba para caminar por las aceras. Me arrastraba por los antejardines, comiéndose los frutos de las plantas y la grama. Se iba contra los puestos de los venteros, regando los productos y comiéndolos todos de un bocado. De repente, dejó de caminar y se tendió patas arriba en mitad de una calle. Entre varios intentamos levantarlo. No lo movimos ni un centímetro. Lo dejé.


Comentarios