158. Un fruto citadino

Bajando por el carril al lado de la canalización rodeada de árboles, sobre el pavimento y cuñado contra el muro de un andén, estaba el fruto, parecido más o menos a una toronja. Su color pálido iba entre verde y amarillo, además de sucio por la mugre de la calle. De cerca se veían los poros de su piel llenos de puntitos como espinillas negras. De lejos daba un destello en su apariencia que recordaba al esmog de la ciudad.


Por lo grande, mi mano apenas lo agarraba y no lo sostenía. Le enterré una uña para que el olor me confirmara si era una toronja, mas no olía nada. Me regresé unos metros buscando el árbol que podría haberlo largado, aunque ninguno mostraba frutos similares. Vi más arriba a un señor sobre una mesita vendiendo jugos y frutas picadas. Pensé que venía de él y ahí menguó mi desconfianza por el fruto. Lo empaqué rápido pensando que alguien podría reclamármelo.

Hasta la noche tuve ese peso en el bolso. Me frenaba al caminar y restaba agilidad. Cuando llegué a casa la guardé en lo nevera planeando comerlo cuando tuviera bastante sed.

Cinco días luego vine sediento a partirlo. Su cáscara es dura de atravesar. Me hace recordar la piel callosa de manos trabajadoras. Por dentro el color cítrico también se apaga en gris. En sus gajos cortados, las vesículas de jugo están ordenadas como el pelaje corto de un animal, aunque algunas puntas se alzan solas.

Los gajos se ven resecos. Intento exprimirlos, pero ni se deforman. No les saco jugo ni presionándolos entre las manos y la mesa. Será cuestión entonces de sacar y masticar vesícula por vesícula para degustar el jugo de este fruto citadino. Creo, que cada vesícula saciará una parte de mi lengua tan reseca.

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