154. Zarigüeya

Aparentemente no hay araña. Ha salido de paseo abandonando por un rato su tela, que está sujeta contra el ángulo superior de la ventana de mi casa. Quizá fue a la rama que llega hasta la ventana desde los árboles que nacen en la grama abajo en el jardín. En la noche el jardín es un centro de interacción de búhos, murciélagos, zarigüeyas, cientos de insectos y otros seres más. 


Recién llagados a esta casa, revisábamos antes de dormir que la ventana quedara cerrada totalmente. Nos daba temor que algún animal se entrara, y un día se nos olvidó cerrarla. Al otro día despertamos asustados a revisar que todo estuviera bien. Solo el agua había entrado y remojaba las capas de pintura del muro de la ventana. Con el tiempo nuestro temor se fue restando y en verano pasábamos semanas sin cerrar la ventana. 

Hasta que una madrugada me despertaron alarmado. En medio del desorden mientras me levantaba de la cama, me entregaron un palo de escoba y todos salieron de casa como bestias. Fui hasta la ventana y había un animal montado sobre la barra donde cuelga la cortina. Era gris oscuro y con la cola rosada colgando hacia abajo. El animal caminaba de un lado a otro tanteando por dónde continuar su camino. Cuando me acerqué más, el animal se quedó quieto escondiendo sus ojos redondos, aporreados por la luz. 

Le estiré el palo y se montó. Mientras lo agachaba hasta la puerta, se cayó. Se dio media vuelta sobre sí y empezó a caminar lento hacia dentro. Me interpuse en el camino y se regresó hacia afuera. Bajó las escaleras con la parsimonia que siempre mostró su mirada y su caminar. Salió con elegancia al jardín y se fue tranquila la zarigüeya por el caño del agua.


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