131. Recuerdo de la ribera del Tonusco

Hubo unos días de mi vida –de esto hace ya muchos años– en los que creí vivir y trabajar alegre en una granja al interior del valle de Antioquia, en la ribera del Tonusco. Nunca me he sentido tan utilizado como entonces. Por una llamada de un viejo amigo y por mi necesidad económica, fui a un lugar como aquel. Cuando llegué de inmediato el bochorno se puso en mi piel y de él no descansé hasta que dejé todo abandonado.

La supuesta granja quedaba a cuatro kilómetros de la colonial Santa Fe, así, aumentaron los viáticos, pero me tranquilizaba porque, al menos de palabra, me sería reconocidos. Llegué al sitio de noche. Mi viejo amigo, con su ayudante, fueron muy cordiales y atentos. La cena, aunque sencilla, fue amena. Una vez que esta terminó era necesario agua para lavar los platos. Me pidieron el favor de ir al otro lado del terreno vecino para abrir la llave del agua y llenar luego un balde desde una llave que daba a un barranco en un lateral de la casa, sosteniéndolo en el aire, hasta sentir, del desaliento, quemarse los hombros.

Una vez terminé el primer balde me trajeron otro, y mientras lo llenaba, mi viejo amigo rebuscaba por la casa cualquier coca para llenar. Terminé llenando siete recipientes grandes. Solo dos entramos a la casa. El resto los dejamos afuera bajo el techito del zaguán. Un momento después, mientras comíamos vi por la ventana que llegó un caballo. Sin demora, el animal metió el hocico en cada uno de los baldes. Bebió un poco, dejando el agua con densas espumas flotando por encima.

Como una especie de premonición, cuando note en ellos que la visita del caballo era costumbre, supe que mi trabajo en aquel lugar sería desmedido y abusivo.

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