125. Sismo

Avanzaban al ritmo anciano de su esposa. Iba él adelante con una jaulita en mano izquierda y una bolsa negra en la otra, su hijo, pasos atrás con un brazo de bastón para su madre y en el otro cargando bolsas. Más atrás, venía una mujer con un termo gigante de café. Su lentitud llevaba un aura del más sereno atractivo. Los tres primeros saludaron desde su línea recta a todos los libreros que ya estábamos en el pabellón. Cuatro segundos luego, llegó ella y supe que era hija de L., mayor o menor que el hijo, no sé. 
Una noche en que los clientes ya empezaban a escasear por ratos fui a mirar a las otras librerías del pabellón. Cuando llegué a la de don L. entré en una especie de sinergia. Desde lejos antes de llegar, me atrajo que de segunda mano estuviera Bartleby y compañía. Parpadeé y ya estaba leyendo el primer capítulo. No podía dejar de leer y de reírme con esa cara de pendejo que solo provoca Vila-Matas. Mientras pasé a la página dos pensé en que debía volver a atender a mi stand pero no podía detenerme de leer y tampoco de hacer cara de pendejo. 

Hasta que sentí como si me empujaran en el cuello hacia el piso, alcé la mirada y estaba ella en una esquina que formaban dos estanterías gigantes de madera oscura. De los verdes ojos nacía su aura e hipnotismo. Con el cuerpo rígido y el libro todavía abierto me quedé mirándola. Debía regresar a mi stand mas no me moví. Debería al menos disimular volviendo la mirada al libro mas no parpadeé tan siquiera. Me fui, días después regresé. Cuando la miré todo tembló, parecía el mundo desmoronarse gelatinosamente. 

Para mi tranquilidad, ese sismo lo registró la prensa.

20161009

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