121. Una nueva de gatos

El condominio, cerca al río Parnaíba, linda por un lado con un viejo barrio de callejones. A los otros lados, con viejas, altas y abandonas mangas por sus dueños. Es de bloques de apartamentos con fachadas húmedas, de ellas cuelgan viejas capas de pintura y cables rotos. En la hora del crepúsculo salen murciélagos de entre latas oxidadas que cubren tuberías verticales por las fachadas.

A pocos se reposa en el condominio el silencio de la noche. A las once, los últimos parqueaderos se ocupan. En los arbustos aumenta el sonido de las cigarras. Los gatos inquilinos, llegan para mirar desde encima de los muros que cercan el condominio. Luego se tiran adentro y se esparcen.

Algunos van a la caseta de la basura. Despiertan a otros que duermen y preocupan a quienes están en busca de manjar. Hay miradas penetrantes entre todos, sostenidas, que poco a poco se relajan como señal de no guerra, para permitir a los recién llegados también empezar a buscar.


Pocos gatos inquilinos, menos los de la basurera, también se recuestan, para hacer presencia más que descansar, en las bancas y aceras afuera de los bloques. Llenan los suelos con sus cuerpos tranquilos, acolchándose unos entre todos, con un ojo pernotando.

Otros gatos permanecen en los bloques. En cada uno hay una manada que vive ahí o abandonaron los apartamentos al anochecer. Algunos se esparcen por la reja de entrada al bloque, otros se recuestan por las escaleras y en el patio central. Unos pocos suben a los techos, donde más tarde se acometen épicas faenas belicosas, orgias que no cesan hasta el alba.

Estos, domésticos, saben del peligro de afuera. También que adentro deben protegerse ante la amenaza de los inquilinos gatos llegados del barrio, pues pueden dejarlos sin comida ni cariño de amo.

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