120. Edificio Mugares (V parte)

La noche se levanta. La ciudad amanece abajo entre las cadenas montañosas, donde la neblina se estabiliza como una tela de araña y el viento no la penetra. Por los espacios entre los edificios más altos que rodean al edificio Mugares, se ven montañas de tul azul y verdoso coronar el horizonte.

Con la luz del amanecer, el edificio luce su estado empeorado. El cemento se recubre de capas mohosas de la humedad que no volvió a salir de la ciudad hace años ya. De una textura similar se cubre la piel de las personas, albergados conveniente y preferiblemente al interior de un local o vehículo. Las relaciones sociales se limitan a un encuentro a donde las caras van ensimismadas y de tapabocas con gafas para no contraer una enfermedad.

Por eso Sult se despierta, luego de pocas horas, no de sueño sino de alucinaciones a causa de la fiebre, para lavar un par pañuelos contaminados de sus flemas tísicas. Sult bebe todo día, entra a dormir temprano en la madrugada, nunca se cubre la boca, la nariz ni lo ojos, y tampoco duerme lo suficiente por madrugar a escribir para uno de los tantos diarios metropolitanos con rica flora opinativa.

Cuando lo supo vacío Sult, le sacó una canilla por lado más secreto al gran tanque azul en la esquina de la plancha. La cuota de alquiler incluye no más que el techo de zinc y los bajos muros de ladrillo. El agua sucia escurre de sus pañuelos, queda en la plancha un charco contaminado esperando evaporarse.

Mientras, durante esta madrugada, los desechos de los vecinos abajo se despiden tranquilos, pudorosos, disimulados. Van por una tubería hacia debajo del edificio, al alcantarillado subterráneo de la calle, para desembocar al oscuro y burbujeante río que divide en dos la metrópoli.

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