111. Doña N.

Una mañana, entre los espacios por donde suben ruidos del primer al segundo piso, llegó la voz de doña N. Resaltó inmediatamente su amplio vocabulario, palabras llamativas, no numerosas, pero sí bien combinadas para referir la vida, tanto de alegrías como tristezas, tal como entona en cualquier momento, cuando habla a sus gatos o a sus adultos hijos.

Tal vez por la mala educación de los inquilinos que se marchaban, aquella mañana me llenó de curiosidad y entusiasmo que la vecina recién llegada fuera lectora. Y pues hoy en día, ella sí se ha leído todas las novelas románticas de mi biblioteca, pero eso nada es, en comparación al resto de buenas costumbres en N.

A ella la conocí mucho después de acostumbrarme a ver la ventana de su alcoba abierta de par en par, infaliblemente, de siete de la mañana a seis de la tarde. El tendido de la cama siempre templado, impecable, también la almohada llana, sin huecos ni pliegues. Ningún objeto o prenda mal puesto por ahí. Parece una alcoba de museo, de esas casas coloniales antioqueñas, con ventanas a las que asomarse y no evitar pensar que la tal intimidad del sujeto es un asunto que funciona más de excusa para vivir en un chiquero escondido, deplorable.

Poco después pude ponerle un físico a esa persona. Una mujer con apariencia más joven de la que imaginé. De estatura mediana, pero postura bien derecha. Lleva ella peinado y maquillaje siempre listo, con una mirada altiva, pese a un ojo un poco discordante del otro, con ángulo de más en movimiento. Pero este rasgo en ella no inspira otra cosa que respeto, tal vez por la complejidad de los asuntos que su mente tuvo por administrar en un momento, frente a los que su cuerpo no resistió intacto.

Comentarios