98. Matas, materas, niños

Cuando mi abuela vino del campo a la ciudad, empezó a tener sus matas en materas. Todas esparcidas por toda la casa. Cercaban los cuatro muros del patio, puestas al pie de ellos o colgadas en lo alto. También estaban esparcidas dentro de la casa, a lo largo del corredor, la sala, el comedor, los baños. Al principio eran tantas que, cada vez que nos mudamos e íbamos a una casa más pequeña, mi abuela tenía que decidir cuáles y cuántas materas legaría a sus hermanas e hijas.

Entre mesuradas albahacas, altas millonarias, miamis blancos y verdes, suaves crestas de gallos, cilantros, coles, frijoles y cidras colgando sus frutos hacia el patio del vecino, etc, etc, mi hermano y yo fuimos creciendo. Creciendo cohibidos de jugar con pelotas, de correr en la casa. Había que esperar al fin de semana que papá nos llevara a la cancha. Pero el juego así de premeditado era aburrido. Íbamos a la cancha y nos cansábamos muy rápido. El calor nos despedía de manera prematura.

Sin embargo, las pelotas y las carreras siempre llegaron a casa. Regalos de fiestas, cortesías de suscripciones, visitas, todo hacía llegar cualquier tipo de pelotas y peloticas. Cuando nuestra abuela estaba de siesta, mi hermano y yo corríamos y muchas veces frenamos con la cabeza contra una matera. Nos acostumbramos a recoger los fragmentos y utilizarlos como palas para echar la tierra en otra matera. Pero nunca fuimos capaz ni de restablecer ni desaparecer el cuerpo del crimen.

Ahora llego a vivir en una vecindad con un patio central con matas en materas, bien florecidas y coloridas. Una señora peliblanca las cuida en la mañana y las mira toda la tarde. Además hay un letrero que dicta “NÃO É PERMITIDO JOGAR BOLA NESTA ÁREA”. Ningún niño pisa por allí.

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