103. Muerte del santo

Hoy voy a conocer el sagrado lugar donde estuvo el santo que murió siendo aún puberto.

Desde que voy a la cancha de la esquina a jugar basket, he conocido ciertos caras que saben andar la ciudad por aquellos tugurios abandonados y desconocidos. Espero que mi abuela se duerma y escapo por el patio. Ella dice que aún debo cuidarme, que ojo vuelvo a recaer en la gripe.

Todos en la cancha están tomando calimocho y fumando hierba. Yo recibo unos traguitos que me calienten el pecho y rechazo el humo, para no irritarme las traqueas. Los acoso para que vayamos pronto. No me hacen caso y salimos tarde ya cuando todos sobrepasan la borrachera.

Subimos una montaña en la periferia del barrio y llegamos a una especie de construcción a medias, que consiste en una plazoleta y muros derribados. Más arriba, hay una especie de edificio pequeño, de tres pisos y una pequeña puerta asegurada con un candado.

Los rayos de la luna dejan notar el aspecto viejo del cemento. Algunos sacan sus latas para hacer sus firmas. Pacheco consigue una varilla, zafa el candado de la puerta y dice mirándome,

“Ahora sí, puedes conocer el recinto”

La puerta da a unas escaleras donde no se ve nada. Yo dudo para entrar pero alguien me empuja. Fui quien motivó todo, debo entonces corresponder sin asustarme. Subo hacia una oscuridad más imponente que la de las escaleras. Tropiezo con troncos de madera y caigo sobre más escombros.

Extendido en el piso veo al frente una pequeña luz plateada entrando por una esquina. Suena mi teléfono. La pantalla no alumbra como debería. Escucho con dificultad a mi tía recriminándome por burlar a mi abuela. Intento responder pero el cemento me ha enfriado el pecho y quedo sin voz.

Cierran la puerta.

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