94. Un sueño

Bajando por lomas con casas de dos, tres y cuatro pisos, con fachadas sin estucar, de ladrillo naranja a la intemperie, viene D. cargando al hombro sus cajas ordenadas, las pequeñas metidas entre las grandes. Al interior de la más pequeña lleva diferentes recipientes plásticos.

“Oe, ¿bien?” le digo de frente, viendo su larga estatura atrás taloneada por las sucesivas capas de casas que se elevan hacia la punta de la montaña y que dan la sensación de que habitamos en un hueco. D. se demora un tanto para reconocerme. Me estira su puño para saludar, está más calloso, amarillento y mugroso de que costumbre. Le choco el puño con energía, siento un quemón por el tacto.

Sigo subiendo con mis amigos, que junto a mí también arrastran sus bicicletas hacia arriba por la loma. Arriba, pasos adelante, D. me alcanza, bastante enérgico y agresivo. Quiere conectarme puños en el rostro. Me golpearía, a no ser por un amigo mío que atraviesa su bicicleta entre nosotros dos. Cuando D. agota sus brazos, me despierto, perdido.

Estoy en la cama de un antro. Salgo de la habitación al pasillo. Les narro mi sueño reciente a dos amigos que beben. Ambos reconocen a D. y cuando me dan razón sobre su agresividad, me despierto por fin en mi cama.

Un sueño es el entramado narrativo que para sí hace la memoria. Es un puñado de arena que riega una mano sobre la otra. Los escasos montículos de arena, sobre el largo de los dedos, son el recuerdo de ellos al despertar. No queda mucho del puñado, en el mejor de los casos, queda poco por desvanecerse. Importante es lo que desaparece, porque corta los acontecimientos, da otras líneas causales a la narración final, con suerte conservada tiempo luego de abrir los ojos.

Comentarios