91. Seguir y perseguir


Inmediato doblo la esquina, veo varios hombres de uniformes vinotinto y beige correr a un lateral del parque Quimbaya, sobre unos escombros de tierra y pavimento. Uno de ellos se agacha para coger una barra naranja enterrada en diagonal. Cerca de tocarla, la barra explota.

Desde la acera del frente acelero mi paso. Andando veo que elegí el mismo camino de los autores del atentado, un tumulto de encapuchados que adelante tiran rocas y explosivos a ambos lados de la calle.

No hay marcha atrás. Pienso que penaría lo mismo si cambio de ruta. Empecé a ver apenas desde que doblé la esquina. No sé en qué situación estamos. Solo reconozco estas calles de Belén los Alpes y me aferro a la corazonada de que debo caminar hacia arriba, sin basilar.

Cuando estoy muy cerca de los encapuchados, van todos a la acera de la derecha, por la cual subo. Entonces paso sigiloso a la izquierda. Todos se detienen sobre la reja que da a una central eléctrica, preparan sus municiones y las lanzan. Aprovecho el estruendo para rebasarlos sin que me noten.

“¡Hey, usted!”, me gritan metros antes de la curva que me borraría su vista. No miro ni altero mi paso.

Me siguen gritando.

“¡Le voy a disparar!”, dice el persecutor, e inmediato aumenta el sonido de las suelas que tratan de pisarme los talones. Escucho a tiempo y empiezo a correr, para delante, por mi camino.

Cuando suena el clic de carga, corro en zigzag, sin cambiar de ruta. Las balas se me adelantan por los extremos. Ninguna me impacta, pero siento el quemón en las piernas y los brazos. Apenas se acaba la carga troto en línea recta. Cuando suena el clic vuelvo a correr en zigzag.

No sé si estoy herido, pero puedo seguir avanzado.

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