88. Una de gatos

Me he acercado a los gatos desde que el señor de encima empezó a abandonar su casa por temporadas. Aunque realmente no era una casa porque, en un recuerdo que no doy en posicionar si del lado de la imaginación o del cómo fue, la edificación consistía en una terraza de larga como nuestra casa pero con un albergue de paredes y techo tan pequeño como el área cuadrada de la alcoba de mi abuela.

El señor empezó a irse meses enteros, regresar una noche a sonar las rejas, los zapatos con su suelo y cerrar el circuito sonoro a la mañana siguiente para partir otra vez lo suficiente lejos, hacia donde no pudo ni alucinar las consecuencias de la ausencia del humano cuando deja a la intemperie ese fragmento urbano que asume con el ladrillo, el cemento y la jurisdicción. Al lado de nuestra puerta, la escalera para subir se encerraba con una reja blanca, adentro se llenaba de papel publicitario y de polución que caía sobre el cemento formando montañas de polvo a las que no las alcanzó nunca la escoba de mamá o abuela; la pintura del techo de nuestra casa se inflaba con el agua represada arriba.

Cada madrugada la terraza fue arena de duelos de gatos, yo escuché todos los espectáculos durante las noches que nos restaron en esa casa hasta que nos echó la ausencia del señor de encima. Al principio imaginaba que en una casa aledaña numerosos bebés chillaban de peste, luego entendía algo sobre gatos en conversaciones telefónicas de mi abuela, cada vez podía imaginarme por la agudeza y el volumen cómo los gatos se repartían por la superficie para sus enfrentamientos de guerra o paz, unas noches alguno triunfaba, en otras no hubo enfrentamientos y solo se emitieron gemidos de deleite.

Comentarios

Publicar un comentario