83. Cuerpo y fuga

Iba al baño del bar. Un hombre pequeño y calvo se puso de frente para impedirme pasar. Puso medio pecho alineado con medio mío. Hombros contra pechos. Retrocedí el hombro y lo devolví tan fuerte que le atravesé el suyo. Se trató de tocar la extremidad que faltaba. Empezó a gritarme. Yo no le entendía, pero sentía cada vez más que era enemigo destinado desde tiempos remotos. Entonces me adelanté, efervescente, a gritarle palabras más duro. El hombrecito sobrepasó el tono. Lo dejé solo. Fui al baño y por fin oriné en paz.

Salía, y un policía buscaba en los rostros borrachos. Salí del local. Cuando pisé la acera, el sol mostró que yo iba vestido no más con calzoncillos, y que llevaba una sábana envuelta en la mano. Corrí sin pensar hasta una casa. Observé hasta el último cuarto. No tenía gracia esconderme debajo las camas. Llegué hasta el patio trasero. Al fondo, había una platanera extensa, oscura por debajo. A la derecha, un ropero alto. Casi llegaba a las tejas de plástico que cubrían la chatarra tirada hasta antes del cultivo. Me acosté sobre el ropero, de cabeza contra la esquina de los muros. Fue la superficie exacta para mi cuerpo. Imaginé que nadie buscaría por arriba.

A poco tiempo escuché por la ventana en que restregaba el brazo la voz de mi hermana con alguien más. Empezaron a picarme mosquitos en los hombros. Terminé rasgándome la carne. Me tiré del cajón. Las plantas de los pies se quemaron con el impacto de la caída. Asomé a la habitación contigua. Estaba mi hermana con alguna amiguita, jugando con un gato sobre la cama rosa. Les pregunté por qué solo jugaban con ese de entre tantos que rondan por los techos. Me miraron de pies a cabeza. No respondieron.

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