82. La cuadra

A la cuadra llegan varios hombres escariosos, a paso acelerado, con bolsos pequeños y atravesados. Van a los locales y sacan a las aceras cajas, sombrillas, bolsas llenas, chifonieres, pequeñas estructuras de tubos plateados. Llegan señoras hablando a borbotones, con equilibrio estabilizado en brazos de jovencitos altos, esplendorosos por la piel más clara que descubre el trazo del motilado. Las estabilizan frescos, con las mejillas apenas retrayéndose y pequeños diamantes en lóbulos hace poco perforados. Van hasta donde los hombres ocupados. Estos interrumpen. Todos mezclan miradas. Los jovencitos se separan del seno. Van adentro de los locales para ocuparse cargando.

A la esquina llega un carro con motor bermejo, atosigado, carrocería verde oscuro veteada de arcilla rosada. Va hacia adelante para orillarse, reversa con la dirección completa a la izquierda. Avanza para parquear abrazando la esquina. Queda como guardián de portón para la cuadra. Se bajan siete personas. Los más jóvenes van por cosas que otros pusieron en las aceras. Los más viejos se ponen meditabundos mirando dentro del baúl del carro. Sacan paquetes pequeños, los tiran por las ventanas sobre los asientos. Los jóvenes ubican lo que traen alrededor del carro. Hacen un techo con una carpa, sujetándola desde la punta baja de la fachada del edificio en la esquina.

Ahora las manos viejas entregan pantalones a jóvenes. Quienes reciben extienden las prendas en el techo del carro, el parabrisas, la capota, en las estructuras alrededor. Otras las doblan sobre cajones de exhibición. La cuadra, que empieza debajo de la estación del metro y llega hasta el carro, se llena de ventas sobre el pavimento. Queda un caminito en el centro. Por él van transeúntes afanados, esquivando los puestos apenas terminados de montar.

Acomodadas, las señoras descubren parva de sus bolsos. Los hombres les llegan con bandejas de tintos.

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