76. Eterna posición fetal

Horas luego de estar en la capilla conversando sobre libros y en especial sobre Ribeyro, afuera el cielo seguía de tul azul grisoso, las goteras escurrían al pavimento. El profesor O. hubiera seguido, es todo un placer para él conversar de libros y claro, aún más en un recinto sagrado. Yo sí desesperé y quise irme.

No resistí más simular ignorar la verdad de sus mentiras.

El secretario de la parroquia quitó la mirada del libro que limpiaba, la orientó extrañada a mí y me preguntó que si no volvería luego; yo aún más extrañado le dije que sí casi sin vocalizar bien la sílaba. Cuando salí, aún en mis hombros se apoyaba su mirada.

Para no pensar bajo las goteras, me detuve a pensar para donde ir bajo el techo que sobresale de la pared de la iglesia. En eso L. pasó con otras personas. Me hice el entretenido, en cuclillas contra el muro, de brazos envueltos en las piernas. Quité la mirada y la dirigí buscona por las grietas de la acera.

Casi de inmediato L. apareció a mi frente y me dijo “¿y entonces si vamos por los palitos de queso y a bailar?”.

No respondí instantáneamente, pero dije luego que sí con ímpetu inseguro, como tos que prevé el dolor de las costillas. Agregué “pero ya no, tengo algo antes, ¿más tarde en la noche?”. “Claro”, dijo y siguió hacia arriba por la calle mojada alcanzando el paso de sus compañeros.

Yo era eterna posición fetal que visualizaba el ramaje de vibraciones de las formas que delimitan el universo. Vibraciones profundas, provocadoras. Podía visualizar entre las grietas el infinito espacio que anhelo.

No quería estar acá ni allá, pero no tenía destino y eso era lo que me desmadejaba. Me quería ir mas no podía irme.

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