74. Por una bicicleta

Llamaron al apartamento.

—Ascensor del bloque dos.
Cuando pisé la impecable baldosa del zaguán de la torre, retumbó el aviso de llegada. Al separasen las puertas, una mujer mayor, delgada, de busto recto, maquillaje oscuro y grueso, me hizo con la mano seña para entrar.
Dentro del ascensor, el frío se puso en los vellos de mis brazos cruzados. Descendimos tres niveles en silencio.
Al salir, la panorámica se reducía a dos hileras de automóviles deportivos delineando una vía descendiente en espiral. Caminamos once pasos abajo hasta llegar frente a un deportivo negro mate. Detrás del auto estaba la bicicleta.
Sin nada tocarse con nada, se alineaba entre la pared curva y el parachoques. Una capa de polvo trasparentaba sobre el brillo de su pintura negra, que del fondo respondía a las débiles lámparas de luz blanca. Apoyada en su pata, la gravedad le deformaba las llantas vacías de aire.

Desde atrás, puse la mano en el manillar derecho. La enderecé sin dejar girar demasiado el timón. La jalé hacia mí, cambiando de dirección. La empujé hasta enfrente del auto, donde la mujer aguardaba.
Regresamos en silencio hasta el ascensor.
—No cabemos con la bicicleta —dijo oprimiendo el botón—.
—Verdad.
—En este turno, yo —dijo entrando—. ¡Hasta luego!

Le dije que gracias cuando ya se acercaban las puertas.
Esperé mi turno, tentado a subir por la rampa en espiral.
Regresó rápido el ascensor. Paré la bicicleta sobre la llanta trasera. Entré de espaldas. Para no machacar las ruedas me apresuré a golpear el botón de flechas cercanas desde la cola. Mientras presionaba el botón, la llanta apoyada rodó alejándose de mis piernas hasta golpear la pared. 

Retumbaron las latas de la cabina.
—Espere —dijo el portero, agarrando el teléfono—.
—Siga —dijo segundos luego—.
Bajé la mirada, apretando la bicicleta. Caminé.

Comentarios