73. Desde que no vivo en esta casa no dejo de estar en ella

Desde que no vivo en esta casa no dejo de estar en ella. Las divisiones de los cuartos no se han movido ni un centímetro. En los dormitorios del centro sigue resonando de la televisión pandillas, guerras y paz. La iluminación del corredor es la misma a pesar de nuevos edificios vecinos, la oscuridad formada por la luz del sol que baja al patio de la casa del primer piso basta para cerciorarse de que todo adentro es igual. El carmesí no deja las baldosas. Los cartones de trampa para los roedores no se han movido, la pega sigue fresca y el queso de carnada mantiene el olor necesario para que tarde o temprano alguna criatura caiga. En el segundo dormitorio después de la entrada sigue intacto el reflejo de un niño de codos sucios y ojos impasibles, encaramándose en una tarimita que sirve de base al espejo, mirando el marco de madera gruesa y negra llegar a milímetros del cielo raso. Un vidrio rectangular de la ventana al balcón sigue sin ser reemplazado y los pedazos triangulares sujetados desde el marco, con sus puntas hacia el centro, tienen aún la sangre podrida de los nudillos rabiosos del primo. El primo que a pocas cuadras fue baleado por un enemigo colegial de hace décadas, perpetuándose en el barrio con la misma sangre podrida de los vidrios al manchar el pavimento de la loma de la noventa y siete. El primo que cuando se desvanece el diablo pintado con betún Cherry negro en la puerta blanca del último dormitorio viene a reteñir la cabeza conformada por un circulo con cuernos triangulares de lados curvos, la línea vertical del tronco, las cuatro diagonales para brazos y patas, la cola curva rematada con punta de flecha y el trinchete sujeto al brazo izquierdo.

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