65. La de los antejardines

La calle setenta y nueve a la altura del antiguo cementerio empieza a ascender y de dos carriles exactos se delinea en minuciosa curva. Si se interceptan dos camiones que tengan diferente dirección, para uno dar paso al otro, alguno debe retroceder hasta fuera de la curva donde los carriles se ensanchan de nuevo.
            A ambos lados de la curva hay casas con antejardines de más de tres carriles de ancho. Tienen árboles y palmeras de verde vigoroso y ocultan casi todas las fachadas. Desde la vía no se ve mucho de los primeros pisos. Los balcones solo se ven desde la acera interna que lleva a las puertas. Pero desde los balcones pueden verse los vehículos y a quienes caminan por el andén que linda con la vía.
            Cuando llueve, entre los antejardines se ve una mujer acostada en la grama. De cabello castaño y ondulado, descalza y con pantalones recogidos hasta debajo de las rodillas, mira las nubes de entre las ramas. Las gotas de nube le caen de las hojas a la cara. No parpadea, se deja hundir en la grama y su cabello se vuelve un tejido de raíces húmedas acolchandole la cabeza.
            Al crepúsculo se le ve abrazada a algún tronco. Se ve irse de su cabello el azul de la tarde y quedar el naranja del alumbrado público apoderado de sus hebras y hombros, del dorso de las hojas de los árboles. Con el fondo de estrellas amarillas y rojas que suben y bajan por la calle, ella, bañada en naranja, hasta la madrugada hace uno con los troncos de los árboles.
            Mañana sábado, con el cabello húmedo sobre la cara, de cuclillas en la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas, estará leyendo hasta el anochecer un tomo negro Aguilar, de Shakespeare.





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