El eléctrico de la
guitarra se esparce hacia los muros. Amortigua con la bondad suficiente como para
regresar al centro de la alcoba y marcharse por la ventana delicadamente al
impulso de una sibilante corriente de aire. Una mujer yace boca abajo sobre la
cama. Está desnuda. Es de cabello oscuro y graso. Tiene las piernas arqueadas. En
paralelo. Con los tobillos contra el colchón. Sostiene el brazo izquierdo extendido
fuera de la cama. Soba a un animal recostado en el suelo. Tonos salen y dejan
espacio a otros de ímpetus más altos. Se encrespa la melodía. La mano derecha
de Gilmour palanquea lento. La guitarra burbujea por el techo hasta cellisquear
sobre la cama y en el lomo de la mujer y en el de la bestia. Los dedeos brochean
despacio entre el pelaje. Bajan desde la coronilla hasta el lomo. Trazan curvas
en línea. A medida que el sol desciende detrás de las montañas aparece la luz
grisazulea que ampara la ciudad hasta la noche. Evidencia destellos purpuras en
el tapiz de la bestia. Potencia el tan color piel que la mujer fosforesce. Y a
la alcoba muestra pálida. Se toca una cuerda. Luego otra menos aguda. Los dedos
a la izquierda dan ritmo lento. Cada cuerda sonajea contra los muros como miles
de kindergartens tocando pandero. La mano derecha de Gilmour ahora delinea más
fino. Hace repeticiones diminutas. Produce sonidos más secos. La mano entre el
pelaje disminuye las líneas con que acaricia hasta detenerse. Cambian de
posición las manos sobre la guitarra. La izquierda va a la palanca de vibrato.
Cuando ondea el eléctrico contra los muros de alcoba la derecha va al mástil a
puntear una cuerda. La bestia se levanta. Exhala su calor en la cara de la
mujer que ya se está enfriando.
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