61. Sobredosis

El eléctrico de la guitarra se esparce hacia los muros. Amortigua con la bondad suficiente como para regresar al centro de la alcoba y marcharse por la ventana delicadamente al impulso de una sibilante corriente de aire. Una mujer yace boca abajo sobre la cama. Está desnuda. Es de cabello oscuro y graso. Tiene las piernas arqueadas. En paralelo. Con los tobillos contra el colchón. Sostiene el brazo izquierdo extendido fuera de la cama. Soba a un animal recostado en el suelo. Tonos salen y dejan espacio a otros de ímpetus más altos. Se encrespa la melodía. La mano derecha de Gilmour palanquea lento. La guitarra burbujea por el techo hasta cellisquear sobre la cama y en el lomo de la mujer y en el de la bestia. Los dedeos brochean despacio entre el pelaje. Bajan desde la coronilla hasta el lomo. Trazan curvas en línea. A medida que el sol desciende detrás de las montañas aparece la luz grisazulea que ampara la ciudad hasta la noche. Evidencia destellos purpuras en el tapiz de la bestia. Potencia el tan color piel que la mujer fosforesce. Y a la alcoba muestra pálida. Se toca una cuerda. Luego otra menos aguda. Los dedos a la izquierda dan ritmo lento. Cada cuerda sonajea contra los muros como miles de kindergartens tocando pandero. La mano derecha de Gilmour ahora delinea más fino. Hace repeticiones diminutas. Produce sonidos más secos. La mano entre el pelaje disminuye las líneas con que acaricia hasta detenerse. Cambian de posición las manos sobre la guitarra. La izquierda va a la palanca de vibrato. Cuando ondea el eléctrico contra los muros de alcoba la derecha va al mástil a puntear una cuerda. La bestia se levanta. Exhala su calor en la cara de la mujer que ya se está enfriando.

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