59. Vergüenza de anfitrión

     Salíamos esa tarde del hostal donde Pepe se quedaba desde la noche anterior. Nos llamó la atención en el cielo una nave diminuta. De donde estábamos podíamos verla dirigirse hacia el oriente y, a punto de desaparecer por las montañas, girar en u lentamente para regresar. Llegaba a un extremo y volvía a girar, cada vez descendiendo más.
     Ya podíamos ver que la nave era blanca, de doble tronco, con alas de bordes en sutiles curvas.
     Hicimos par de comentarios sobre lo habilidad del piloto. Luego volvimos a mirar en silencio. La nave regresaba entonces más gigante en dirección occidente. Esta vez, cuando estuvo a punto de desaparecer, giró descendiendo más de lo que acostumbraba. Lo hizo en movimiento brusco, en descuelgue, como si mientras delineaba en u el motor se apagara. Cuando regresó al oriente de la ciudad siguió así, perdiendo altura de a pocos en caída libre.
     Miré a Pepe. No alagamos más al piloto. Nos parecía ya un vuelo surrealista.
     El aparato, pasando su sombra gigante, fue recortando sus repetidas líneas de vuelo. Cada vez iba menos a un lado y menos al otro, cada vez menos alto; hasta que estuvo haciendo círculos sobre el centro de la ciudad, planeando un poco más alto que el más alto rascacielos.
     Y a ese rascacielos, de momento, la nave golpeó en su punta de forma en aguja.
     La nave desapareció ipso facto. Los ojos de Pepe se pusieron brillantes. Su rostro, achatado y de ojos redondos, como de ardilla, se vio decepcionado. Vimos en silencio cómo ascendía un hilito de humo negro del edificio.
     - ¿Dónde habrán quedado las banderas que había en la punta? -le dije tratando de retener el terror que lo envestía.
     - No existen- dijo rotundamente.
     Y esa misma noche se marchó de la ciudad.

Comentarios