53. ¿Dios con quién conversa? IV: Francisco Emilio

                  Nunca había logrado hacerme una idea de él. Aparecía en momentos desesperantes. Como mal agüero; tímido, escondiéndose a la vista detrás de mis hombros, hasta esfumarse.
         Estaba en el primer camino solo a la escuela. El sol, las lomas, el desánimo y su merodeo. Trataba de mirarlo, pero inmediato desaparecía. Al final de la segundaria si no intentaba enfocarle la mirada él permanecía. Lo sentía flotante durante todo el camino.
         También estaba cuando sin la estatura suficiente viajaba en bus. El tambaleante galope del tiempo me dio a entender que Emilio es el brazo naciente del ángulo de caída y no el empujón después de pagar al conductor.
         Y aprendiendo a montar bicicleta lo veo en otro recuerdo poco menos borroso.
         Con estos borrosos recuerdos empecé a recuperarlo desde hace poco. Está sonriente, gracioso, como si nunca nadie hubiese sido ingrato. Con instinto matutino, con cuerpo de pisadas contundentes, con aureola más sonrojada, y más gris.
         Tiene la misma cantidad de años mía. Algunas veces es muy amigable. Y otras no tanto. Pero hoy todo anda bien.
         En las tardes desaparece. A encerrarse en una habitación a malabarear con letras, como Lezama como la Tercera fábrica, me dice. Que lo hace con cinco y que ya va para seis, además de girar simultáneamente la O en el pie izquierdo. Eso me dijo ayer. Yo no le creo. Se obsesiona con un error y no avanza. Lo repite y repite hasta el absoluto.
         No hay quien se detenga con su aversión en diversión. No hay quien lo empuje con su simpatía en melancolía.
         Eso sí, monta en bicicleta mejor que Garrett Reynolds.
         Es el mejor a mi parecer. Tiene la misma cantidad de años mía, a pesar de que yo parezca tener unos cuantos más que él. Aparece, desaparece. Somos libres.  

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