52. Ser condescendiente

         Iba anocheciendo. Estábamos sentados en una acera, justo donde los árboles nos cubrían del alumbrado público. De momento varios tipos aparecieron desde la esquina a nuestra izquierda. Eran cinco. Caminaban despacio pero decididos hacia nosotros. Todos de caras jóvenes, de ropas anchas y chaquetas oscuras. Par de metros antes de que algo nos dijeran, Casti les pidió encendedor. Yo ya pensaba preguntarles la hora o algo que disimulara cualquier muestra de nervios. Todos se miraron y el de menor estatura le estiró el brazo a Casti. Mientras Casti prendió su cigarro, los cinco se sentaron en la acera. Cada uno sacó su cajetilla de cigarros. El de menos estatura sacó un porro de casi una pulgada de diámetro. Lo encendió. Todos fumamos. De ahí, no sé cuánto tiempo transcurrió hasta que todos nos dirigimos hacia la esquina por la que ellos llegaron.
         Cuando llegamos hice seña a Casti para que nos fuéramos. Creo que él me entendió. En esa esquina había un bar al cual para ingresar había que bajar unos cuantos escalones. Solo tenía un cliente. Un viejo desaliñado, con la cabeza reclinada. Este alzó la vista. Nos gritó “Muchachos”. Giró hacia el barman y dijo “¡Siete cervezas!”. Yo miré a Casti y no vi en él repulsa alguna. Cuando terminó la primera ronda, siguió otra y otra. No sé cuánto tiempo había transcurrió cuando entraron otros hombres de ropas anchas y chaquetas oscuras. Algunos traían maletas de viaje. Las pusieron delicadamente en el piso y otros cerraron de tirón la reja del bar.  Todos empezamos a correr hacia detrás de la barra. Abrieron las maletas y nos dieron un rifle a cada uno. Al fondo había unas escaleras por las que debíamos subir a la terraza para disparar a quien nos disparaba desde la avenida donde estuvimos sentados.

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