50. El gris tiene una buena familia


         El gris necesitaba acostarse y así fue posible durante veinte minutos.
         El hambre no dejó para más. Se puso de pie y llegaron sus dos hijos quienes siempre estuvieron pendientes desde la puerta. Lo ayudaron a quitar las crocantes vestiduras y algunas arenas de las zonas menos dolorosas.
         Mientras hacían esto tragaban enteras las preguntas inspiradas por el cuerpo que atendían… conocían a su papá. El gris se agarró de las manos que le estiban sus hijos y, tieso del dolor, se sentó. Le trajeron un plato de caldo.
         Más tarde, a punto de lograr de nuevo el sueño, acostado de lado, en la puerta de la habitación apareció su esposa. Ella no vaciló en prender la luz. En silencio, muy despacio miro las heridas de la cara y la cabeza. En el mismo silencio salió de la habitación.
         Después, cuando lo vio un poco más despierto, trató de obtener lo que nunca había recibido. Preguntó por lo que le había sucedido. Él empezó gagueando y de manera desalentada balbuceó una palabra que no se entendía e inmediatamente se llevó el brazo derecho hacia atrás como queriendo usar la palma de la mano de espaldar. Ella rodeó la cama hasta llegar a atisbar bien el lugar al que la mano se dirigía. En silencio vio la grieta, remachada de enterradas moscas negras, de una pulgada en vertical por el centro de la espalda. A los siete segundos la mujer soltó el llanto y este fue como soltar una bestia achantada.
         Así, entre el impotente llanto femenino y el tosco y bien librado silencio masculino, se olvidó el asunto. Una vez más ella estuvo falta de explicaciones que solo él podía dar. El gris fue muy bien atendido por su mujer y así fue el resto de la navidad, y ahora.

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