47. Las sirenas que embelesan mis noches

         La manera que más me gusta es sentada en el patio trasero con la cabeza recostada contra la pared de la ventana que linda con su habitación. Me siento a las siete de la noche con unos cigarrillos y un viejo termo de agua.
         Cuando era pequeña y apenas iniciaba con mi suntuoso hábito, mi abuelito se incomodaba sabiendo que desde el otro lado esperaba ansiosa su concierto de ronquidos. Algunas veces llegaron las diez, las once de la noche y mi abuelo no empezaba. Entonces, asustada, entraba a su habitación y lo encontraba yacer insomne, taciturno.
         Tiempo después entendí que yo intimidaba su sueño. Ahora, no le importa en absoluto. Ahora, no hay inconveniente alguno para que entre las siete y cinco y siete y veinte él esté zumbando como un mosquito y yo oyendo inmutable como búho.
         Pero no. No es oyendo sino escuchando. Sí. Esa es la palabra. Porque uno oye un auto, una noticia en la radio del bus, una conversación ajena. Pero cuando se trata de escuchar se trata es de una delicada compaginación entre los cinco sentidos junto con el alma y el deseo.
         En estas conversaciones nocturnas he conocido al viejo. De día trato de aprender del sonido de sus chancletas al arrastrarlas por el suelo, pero no es suficiente. De día me abstraigo en la mímica de sus manos, pero no es suficiente.
         Un ronquidito suyo es susceptibilidad que en forma de ondas viaja desde los tímpanos hasta las ranuras de las uñas de los pies y toma por autopista el frío interno de los huesos. Viaje místico sin objeto alguno.
         ¿Qué pretender de cada onda que desde sus cornetas llegada a mis oídos? ¿Qué espero cuando sus amígdalas hacen ecos nunca liberados, cuando su cuerpo yace al compás de sí mismo?

Comentarios

  1. Este fue el primer relato que te conocí, en clase de Inés. Te lo pedí entonces, tuve que esperar hasta ahora para volverlo a ver. Valió la pena la espera.

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