43. Érase una vez un muchachito

Érase una vez un muchachito con una obsesión la cual consistía en estar siempre preocupado por su familia. Considerando que a los catorce años, cuando a padecer empezó, su madre tenía ocho hermanos y su papá doce; que había un promedio de tres hijos por cada uno de los veinte; que un tercio de esos sesenta ya habían copulado: un sesenta porciento dos hijos y un diez uno; y que los tres miembros del debido cuarteto geriátrico más dos hermanas de la abuela, y una de la otra abuela, y un hermano por cada abuelo, aún estaban con vida; en fin, daría lo mismo incluir o no incluir a cuñados o a nueros o a yernos, o a la muerte misma como reductora o no reductora del padecimiento del muchachito, de igual manera, del muchachito iría a decirse ser merecedor de un manicomio.
         Antes del manicomio, tenía seleccionado a un representante por cada rama familiar para comunicarse sagradamente. El representante recibía dos llamadas al día donde debía reportar actualizaciones de salud, de estado de ánimo y, en el mejor de los casos, para el muchachito, claro, de ubicación. Pese a la rigidez con que se cumplía el sistema, era normal que a cualquier hora fuera a casa de quienes residían en su misma región, o excediera escribiendo y/o telefoneando a los del extranjero, malogrando mejores quintos sueños o faenas gloriosas.
         En el manicomio, de vez en vez se le permitía atender al teléfono, nunca sin dosis dopante antes, durante y después de la llamada. De sonrisa deslumbrante y ojos encalambrados en dirección hacia algún firmamento, el muchachito mantenía conversaciones con agónicos sí’s.
         A veces quien cortaba del otro lado de la línea decía “Hasta bonito es esto… es tierno.”, “Siempre cree en todo lo que se le dice.”, decían otros.



NOTA: Hoy, cero nueve de abril, me dispongo a publicar lo escrito durante semana santa y pascuas. 

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