41. El problema de la mancha II

La distancia entre la biblioteca y el patio donde estaban sus más allegados constaba de dos minutos a buen paso. Llegó y todo se encontraba vacío. Ni un alma mostraba su sombra. Empezó a caminar a paso más veloz, casi corriendo y expandiendo sus costillas, hacia la cafetería. Allí siempre se podía encontrar a algún conocido. Ahora no. Se asustó más. Sin detenerse, gritó a las mujeres que preparaban refrescos “¿Dónde están todos?”. Con tono burlón, entre ellas dijeron, “Oigan, que dónde están los estudiante”. Arturo no esperó más, se fue de inmediato a las cachas. Se encontraban igual que el resto del colegio, llenas de basuras y sin alma escolar que las habite. La biblioteca era el último lugar donde vio a algún estudiante, pero no se atrevía a regresar.
            No le provocaba ni un bocado de la comida que dejó a medias antes de entrar a la biblioteca. No alcanzaba a imaginar dónde se habían metido todos los estudiantes, en especial sus amigos, en concreto, alguien con quien desocupar su pecho lleno de palabras. Mientras sentía a aquellos pensamientos bajando a su pecho en forma de lombriz y se enhebraban entre sus costillas, identificó unos pasos que se acercaban hacia su espalda. No se atrevió a girar la vista. Sabía a quién pertenecía la escuálida mano que se posaba en su hombro derecho.
Sin soltarlo del hombro, el bibliotecario lo llevó hasta donde los encargados de sancionar las conductas que atentan contra el bienestar material del colegio. Sentado frente a esos encargados, sin haber mencionado palabra, vio al coordinador de disciplina coger el teléfono. Este habló por treinta segundos, colgó y dijo dirigiendo su mirada a la hormiguita de biblioteca: “Bajo control. Se puede ir tranquilo. Limpiará todas las mesas y también remunerará por no ir a clases”.

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