Ya no podía aguantar más la sensación del dedo quemándose mas no le venía a la cuadrada cabeza
otro método
para hacer desaparecer la tinta de la mesa. En cualquier momento podrían pasar cada una de aquellas
hormiguitas, abundantes en cada piso, que todo supervisan con exactitud de
robot, hasta el detalle más mínimo que sufriera la biblioteca. Arturo ya iba
entendiendo la magnitud del asunto, por más que frotara el dedo contra la madera aquel
manchón
era extravagante.
Pasos de inmutable
frecuencia se acercaban desde la profundidad de las estanterías de su izquierda.
De la derecha, Arturo cogió un libro, que a pesar de lo gordote que era logró apoyarlos y abrirlo
con suficiente cautela. Cuando el esqueleto animado que rondaba la biblioteca
asomó
su cabeza, miró
fijamente al pequeño
durante cinco segundos, hizo cara de aprobación y siguió en ronda de inspección. Arturo alzó los ojos, miro a los
lados descargando el aire que retenía en los pulmones, cerró el libro y se montó el bolso al hombro. Apenas
se superaba una primera etapa y Arturo se sintió liberado mas intentó borrar un poco la
mancha. No consiguió aminorar.
Arturo contaba con más suerte: el celador se
cruzaba al otro extremo del edificio. Mirando entre los libros, esperó a que aquel sujeto
desapareciera. Una vez sin problema a la vista salió al pasillo que hace de
espina dorsal en la biblioteca y empezó a avanzar lentamente, con las rodillas
flexionadas, casi de cuclillas. Estando a ocho metros de la entrada, esperó a que terminaran de
verificar las maletas de quienes salían. Cuando el último en ser
inspeccionado empezó a caminar, se acercó y, sí, dio la espalda con la
maleta. Viendo de reojo, recibió la comprobación y siguió su camino. Su pecho
empezaba a desanchar, sentía que terminaba.
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