Al abrir, los ojos no ven nada; al cerrarse, perciben una luz
blanca que se dirige desde encima del paladar. Con los parpados cerrados la
pupila gira al máximo, como si quisiera ver dentro de la boca, y sería ahora entretenido
ver a la lengua esparramada tal ballena en cautiverio, encerrada por bloques de
marfil organizados como la dentadura de una bonita sonrisa. El esfuerzo de la
pupila deja encima, entre el parpado y la esclerótica de encima a la pupila, un
calor que se esparce hacia las sienes. Las sienes retienen el calor por dos
segundos. Quedan resentidas. Minúsculas punzadas las rodean; incluso desde el
cráneo, reciben punzadas. Al abrirse, los ojos no ven nada; al cerrarse,
perciben una luz blanca a la que se suman puntos de colores, multitud de iluminaciones
que llegan desde las sienes. El blanco en fondo se ornamenta de dorados azules
rojizos. Se esparcen a lo vertical, se elevan, caen. Se multiplican quedando,
del trío de colores, las mezclas posibles entre color y color, y entre color
color y color. Estas nuevas moléculas hacen un lento remolino a ras de suelo y,
más lento, empiezan a elevarse por su blanco escenario. Toman una mejor dinámica,
ni más lenta ni más rápida, a medida que ascienden. Cuando están por
desaparecer del ángulo posible a la mirada descienden fluidamente formando una
bailarina de brazos arriba unidos en punta. Las moléculas quedan inmóviles en
mitad del blanco. Solo algunas empiezan a moverse. La cara de la bailarina queda
en calavera mas puede mostrar una sonrisa. Sonriente, gira despacio sobre el
pie izquierdo. Sin parar, empieza a desmoronarse muy lentamente. Las moléculas van
a ocupar todo el blanco, toman un color unísono… Al abrir, los ojos siguen sin
ver nada; al cerrarse, siguen viendo un cielo sin color.
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