39. Cuando Dios decidió vestirme del color del cielo

Al abrir, los ojos no ven nada; al cerrarse, perciben una luz blanca que se dirige desde encima del paladar. Con los parpados cerrados la pupila gira al máximo, como si quisiera ver dentro de la boca, y sería ahora entretenido ver a la lengua esparramada tal ballena en cautiverio, encerrada por bloques de marfil organizados como la dentadura de una bonita sonrisa. El esfuerzo de la pupila deja encima, entre el parpado y la esclerótica de encima a la pupila, un calor que se esparce hacia las sienes. Las sienes retienen el calor por dos segundos. Quedan resentidas. Minúsculas punzadas las rodean; incluso desde el cráneo, reciben punzadas. Al abrirse, los ojos no ven nada; al cerrarse, perciben una luz blanca a la que se suman puntos de colores, multitud de iluminaciones que llegan desde las sienes. El blanco en fondo se ornamenta de dorados azules rojizos. Se esparcen a lo vertical, se elevan, caen. Se multiplican quedando, del trío de colores, las mezclas posibles entre color y color, y entre color color y color. Estas nuevas moléculas hacen un lento remolino a ras de suelo y, más lento, empiezan a elevarse por su blanco escenario. Toman una mejor dinámica, ni más lenta ni más rápida, a medida que ascienden. Cuando están por desaparecer del ángulo posible a la mirada descienden fluidamente formando una bailarina de brazos arriba unidos en punta. Las moléculas quedan inmóviles en mitad del blanco. Solo algunas empiezan a moverse. La cara de la bailarina queda en calavera mas puede mostrar una sonrisa. Sonriente, gira despacio sobre el pie izquierdo. Sin parar, empieza a desmoronarse muy lentamente. Las moléculas van a ocupar todo el blanco, toman un color unísono… Al abrir, los ojos siguen sin ver nada; al cerrarse, siguen viendo un cielo sin color.

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