36. Ruta setenta y dos

         A la altura de la carrera setenta y dos, al extremo norte de la división que hace a la ciudad la calle treinta, hay una casa en la que, una señora, otra un poco más adulta, un gentlemen y su empleada domestica, despiden a alguien desde la acera. La empleada, de bata oscura con gruesos bordados, siempre vigorosa, de cara salvaje pero amable, de piel fina como de indio, encanta al paso. Más adelante, ya al extremo sur, una tienda de alta estantería con botellas de aguardiente y ron que al unísono reflejan la luz blanca, me distrae hasta pasar junto a su acera pues un viejo me dice, a causa de mi boca abierta quizá, “cuarenta años, si no, unos más” mientras estira un el cuello y se agarra las manos por detrás. Adelante, luego de pasar una zona fábricas y carpinterías, donde siempre se está trabando, encuentro la fachada de un viejo orfanato con las nubes y la luna desde encima custodiando. Ese orfanato realmente es un colegio que en el natalicio de Don Bosco hace madrugar a las estudiantes para ver el alba.

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         Al regresar a casa, siempre tomo la avenida setenta, algunas veces la sesenta y nueve y otras, mucho más escasas, la setenta y dos. La setenta y dos, ruta supersticiosa, nunca por mí elegida sino a consecuencia de las causas y efectos de voluntades ajenas a mi voluntad, me deja una sensación impalpable, aún, desde el lenguaje. Posiblemente, esta sensación se deba a la recurrencia de quienes por ahí frecuentan en las mismas acciones, en cualquier día. O incluso, podría ser la convivencia, entre ese casi intangible factor común de las acciones y el paisaje -oscuro, no solitario y melancólico-, lo que hace de la ruta setenta y dos, la ruta setenta y dos.

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