30. Ernesto


La desolación amarillenta del cielo ardiente irradia en el costado izquierdo de Ernesto.
         El cabello, liso y cobrizo, se orienta desde arriba de la patilla hacia la coronilla formando una mota que al tratar de mantenerse suspendida termina de punta sobre la frente, y, desde ahí, muestra algunas hebras que despiden brillos blancos. La patilla termina de desvanecerse, a la altura del nacimiento del lóbulo, en vellos rojo fuego. Del mismo rojo es la ceja. Los parpados, tensionados, hacen ver más fino el brillo del ojo que en respuesta a la luz crepuscular irradia nostalgia por los colores matutinos. Verde de grama serena o azul como el río Pachachaca, es la pupila que agoniza ante el amarillo. En la nariz, se sonroja el tabique; sin embargo una capa de piel brusca termina de recubrirlo. Lo mismo sucede con la parte más predominante de los pómulos, ¡se ven sonrojados; de piel brusca! El extremo exterior del deprimido de la ojera  -oscura, oscura de extrañar- muestra ya dos grietas cruzadas, evidencia, como el óxido, del enfrentamiento a todos los climas. Luciendo el rojo tierno que predomina en el rostro, los labios inquietan por su curva abultada que arranca hacia el firmamento, desciende paralela al cabello de la frente y corona hacia los dientes, preparada para compaginar con la curva, igual de bella, del labio inferior. El mentón, prominente hacia adelante, aguarda lampiño los proyectos de un hombre. Del mentón al cuello se prolonga una línea consentida, sin rastro de papada. Y más adelante, en esta misma línea, un primer esbozo de nuez de Adán se mueve a cada rato como si Ernesto tragara algo que no es tristezas. Más abajo, a la pequeña circunferencia que sobresale de la clavícula, se une un hombro que con cicatrices, rastros del trópico, se vanagloria erguido. 

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