29. La danza del descenso


Imagínese a un hombre, de hombros extendidos, desnudo, condensando la neblina en su piel. A este, un aro de par de metros de radio le circunda. Imagínese que el aro se conforma por una docena –o tres o cinco, no se sabe, cada vez  que se intenta contar no queda certidumbre- de nubes de gas que se penetran a sí mimas, evanescen a cada dos segundos, una a un tiempo, y quedan tintineando carmesí, luego oro, durante dos segundos después de aparecer, o desaparecer; cualquier intento por tener una explicación técnica del fenómeno a la vista del hombre es evanescente también. Sepa que cada nube conserva un espacio fijo, no se dispersan ni van en las inhalaciones del hombre. El hombre está expectante ante la coreografía en aro. Desde antes ha visto gases flotar en ritmo, de fumadores o aguas termales; además, ha visto iluminaciones efímeras, seductoras, en insectos y en diversos efectos de pólvora. Sin embargo, pese a estar ante un espectáculo de elementos comunes, el hombre se exaspera al reiniciar de cada ciclo. Exaspera más al intentar conservar la concepción inicial, fragmentaria, habitual, de las representaciones.  Al final, a esta intención de diseccionar le llaga la influencia del espectáculo como unidad, unidad que lo hace desbordar hacia lo sublime, y entre más tarde en salir del aro, más se cerca está de una experiencia terrorífica. Pregúntese ahora cómo la sincronización de los elementos comunes influye en el hombre espectador. ¿Qué tan espectaculares, tan contagiosos, son estos elementos en independencia? ¿Son persuasivos solo en conjunto? ¿De qué manera tienen que juntarse para provocar exasperación en el hombre?  ¿Es un hombre común ante un acontecimiento común?  O, ¿lo no extraño es el hombre?, ¿unas cosas le conmueven más que otras?, ¿hay un hecho antecesor que lo sensibilice ante lo ocurrido?

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