Imagínese a un hombre,
de hombros extendidos, desnudo, condensando la neblina en su piel. A este, un
aro de par de metros de radio le circunda. Imagínese que el aro se conforma por
una docena –o tres o cinco, no se sabe, cada vez que se intenta contar no queda certidumbre-
de nubes de gas que se penetran a sí mimas, evanescen a cada dos segundos, una
a un tiempo, y quedan tintineando carmesí, luego oro, durante dos segundos
después de aparecer, o desaparecer; cualquier intento por tener una explicación
técnica del fenómeno a la vista del hombre es evanescente también. Sepa que
cada nube conserva un espacio fijo, no se dispersan ni van en las inhalaciones
del hombre. El hombre está expectante ante la coreografía en aro. Desde antes
ha visto gases flotar en ritmo, de fumadores o aguas termales; además, ha visto
iluminaciones efímeras, seductoras, en insectos y en diversos efectos de
pólvora. Sin embargo, pese a estar ante un espectáculo de elementos comunes, el
hombre se exaspera al reiniciar de cada ciclo. Exaspera más al intentar
conservar la concepción inicial, fragmentaria, habitual, de las
representaciones. Al final, a esta
intención de diseccionar le llaga la influencia del espectáculo como unidad,
unidad que lo hace desbordar hacia lo sublime, y entre más tarde en salir del
aro, más se cerca está de una experiencia terrorífica. Pregúntese ahora cómo la
sincronización de los elementos comunes influye en el hombre espectador. ¿Qué
tan espectaculares, tan contagiosos, son estos elementos en independencia? ¿Son
persuasivos solo en conjunto? ¿De qué manera tienen que juntarse para provocar
exasperación en el hombre? ¿Es un hombre
común ante un acontecimiento común? O,
¿lo no extraño es el hombre?, ¿unas cosas le conmueven más que otras?, ¿hay un
hecho antecesor que lo sensibilice ante lo ocurrido?
Parce, acabás de describir a la perfección los síntomas de mi gripa.
ResponderBorrarJajaja
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