19. El poder del significante


Se edificó sobre una meseta. Desde ahí, gustosa vista al mar y el sol enfoca desde encima. De textura esplendorosa, ya le dije, como si tuviera luz propia… doradito.
         Yo, sentado, vigilando, cubriéndome con una sombrilla.
         Esto ya no es asunto de censuras familiares ni de vecinos cotilleando como ratones festejando despiste. Todos saben de las repeticiones -Pie derecho. Pie izquierdo…- con que padecí.
         Recuerdo intacto: los pies disparados por el impulso del trote derrumban las torres frontales, luego el izquierdo es de apoyo, el derecho aplasta las escaleritas que van a la segunda planta y termina con los bloques de muralla sobrantes.
         Mi cara a estallar, bloqueo de la sangre hacia el cuello. Venas hinchadas, lombrices escuálidas bajo la piel. Sujeto la sombrilla. Aparece mamá, suelto sombrilla, no hay revancha. ¡Ella debía de venir en mi defensa! ¡Ella podía haber justiciado todo esto!
         ¡O Claro! Si ella no hubiera aparecido ahorraríamos disgustos: yo hubiera hecho lo mío, un par de sombrillazos. Lo necesario para que ese violento no dependiera ahora de esas rueditas.
         Y… Castillo. Sí, esa palabra carcomió bastante. Luego se le sumó Pies. Castillo, Pies. Castillo, Pies. Me quería deshacer de ellas. Invoqué otros pensamientos, madrugué a la playa a hacer otros castillos… ¡solo lograba unos miserables castillos! Destruí veintidós castillos, se fue esa palabra y -Pies- quedó como redoble de golpes contra mis sienes. Pies. Sí, entendía la manera de deshacerme de esa palabra.
         Día veintitrés. Él sacaba a recado de mamá unas cajas de debajo de la cama. Tiene posición de mecánico: de cabeza a pecho y los brazos bajo la cama, las piernas, con los tobillos lindando contra el marco de la puerta.
         Yo sé, sí, es mi hermano. Lo quiero, sí. Pero era la única solución empujar la puerta lo más duro posible.

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